Llegan al huerto de Getsemaní, uno de los lugares más santos de la tierra, testigo mudo de la pasión espiritual de Jesús
Cerca de la entrada, dice el Señor a sus discípulos:
—Sentaos aquí, mientras voy allá y hago oración.
Empieza la separación, mas como si tuviera necesidad de tener algunos a su lado, toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los tres mas íntimos, los tres en quienes él más confía, y se interna con ellos.
AGONÍA
Los tres discípulos caminan a su lado, están cansados, medrosos. Miran al rostro de su querido Maestro pálidamente iluminado en la noche, y advierten en su dulzura unas señales de tristeza infinita, que las consignan en el Evangelio con palabras de creciente ansiedad.
Jesús empezó a entristecerse, a sentir angustia, a llenarse de tedio, a quedar despavorido. Y les dice entonces, como un amigo que quiere desahogarse con su amigo:
—Mi alma está triste hasta la muerte.
Agonía de muerte y contemplación de bienaventuranza. Solo una verdad puede explicar este enigma. Me amó a mí y quiso sufrir por mí. Tomó Jesús mi tristeza para darme su alegría, y por mis pasos y caminos bajó hasta la tristeza de la muerte, para que yo por sus pasos y caminos fuese llevado al gozo de la vida Dijo después a sus discípulos:
—Permaneced aquí y orad conmigo. Orad para que no caigáis en tentación. Y se arrancó de ellos. Aquella separación de sus amigos para internarse en las agonías de una oración desolada era muy dolorosa, era un arrancamiento terrible para el Corazón del Maestro.
Y adelantándose como un tiro de piedra, dobló sus rodillas, postró su faz hasta la tierra e hizo oración diciendo:
—Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Yo quisiera en esta noche del Jueves acercarme a Jesús Nazareno, con respeto infinito, con amor infinito, y sorprenderle tal como está ahí, derribado en el suelo, con la cara pegada en la tierra y clamando a su Padre bajo el peso de su dolor. Yo quisiera poderle preguntar —Señor Jesús, Señor bueno, ¿por qué sufres tanto? Y quisiera oír su respuesta, para llorar amargamente la parte que yo he puesto en su aflicción.
Es hombre, es hombre como nosotros, hombre que respira y se mueve, y sabe que muy pronto su carne será traspasada.
Su sangre regará la tierra, cesarán los latidos de su Corazón... Pero no es ésta la causa principal de su tristeza en el huerto. Su espíritu mira más adelante, y por detrás de lo que tiene que sufrir en las diecisiete horas que le quedan de vida mortal, ve a Judas —¡ uno de los Doce, uno de sus escogidos!— que comete el sacrilegio de entregarlo a los jefes del pueblo judío y se desespera y se ahorca, y más le valiera no haber nacido...; ve a Pedro que jura y perjura que no conoce a Jesús; ve a todos los discípulos vencidos por el respeto humano...
Ve el crimen horrendo de los jefes de Israel, que arrastrarán al pobre pueblo en su apostasía y le harán gritar contra él que tanto los ama: ¡Crucifícale. crucifícale!
¡Y es su pueblo, el pueblo de Dios! Ve todos los pecados de todos los hombres, ve cada pecado de cada hombre, ¡y él sabe qué es pecar contra Dios, él sabe qué es irse al infierno...! Y ve él mismo, Jesús Nazareno, a Judas y a ese blasfemo y a ese deshonesto y a ese ladrón y a ese mal padre y a ese bebedor y a ese rencoroso; a esos redimidos por él con tanto dolor y tanta sangre, a esos que algún día fueron niños inocentes, a esos mismos, tendrá que decir en una hora terrible: ¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno...! ¡Qué insufrible el dolor de Jesús!.
Sabe que se ha de cumplir toda justicia: y baja la cabeza y añade: —No se haga mi voluntad, sino la tuya.
También ante el alma de Jesús se presentan en esta hora todas las lágrimas de los arrepentidos, los tormentos de los mártires, las victorias de las vírgenes, las penitencias de los Santos, la paciencia de las víctimas, el dolor de las viudas y los huérfanos, la pobreza del que no tiene pan para sus hijos...
Y su madre, su madre dolorosísima que le acompañará al Calvario, su madre santa que estará al pie de la Cruz...
Se le presenta todo lo que sufrirán —todo lo que sufriremos— todos y cada uno de los cristianos que creemos en él.
Y su Corazón ama como nadie amó, y sabe muy bien que gran parte de este dolor lo sufriremos por él, por causa de él, porque le amamos, y nos persiguen y nos crucifican por ser suyos... Y si él lloró en Betania ante las lágrimas de dos hermanas por el hermano muerto, ¡qué llanto de infinita compasión en Getsemaní, ante el dolor sin fin de sus hermanos reunidos en este valle de lágrimas...!
—Padre, Padre, Tú lo puedes todo. Si quieres, haz que se aparte de mí este cáliz...
—Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya...
Terminada su primera oración, se levanta Jesús, y como buscando un desahogo, viene a los tres discípulos que había dejado cerca.
¡Ellos estaban dormidos! Las emociones de aquella tarde, la oscuridad, la tristeza les han cargado los ojos. La voz del Maestro — ¡quién oyera dentro de sí el acento de aquella voz! — los llama, dirigiéndose a Pedro, el que prometía nunca abandonarle:
—Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no caigáis en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Y ellos llevaron las manos a sus enturbiados ojos, y miraron a Jesús, y vieron que de nuevo se postraba en tierra y hacía oración como antes: —Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase fu voluntad. Ya no pide que el Padre aparte el cáliz de sus labios, pide que se cumpla la voluntad del Padre.
Y vino otra vez a sus discípulos, y los halló dormidos porque sus ojos estaban cargados, y no sabían qué responderle.
Y dejándolos de nuevo, se marchó y oró por tercera vez, diciendo las mismas palabras. —Padre mío, cúmplase tu voluntad... Momento soberano en el dolor del mundo. Jesús Nazareno, el Hijo del hombre, tiene recogido en su Corazón todo lo que se ha sufrido y se sufre y se sufrirá.
Una palabra emplea el Evangelio para describir el grado de su oración: agonía... Puesto en agonía oraba con vehemencia mayor. —Cúmplase tu voluntad... Y es tan intenso y tan heroico el acto con que su Corazón acepta toda la Pasión cercana y todo el dolor de sus hermanos, que impulsa con fuerza a la sangre por las arterias y la obliga a salir por los poros del cuerpo mezclada con el sudor...
Jesús suda sangre con tal abundancia que su rostro queda cubierto, y sus vestidos se empapan, y caen las gotas hasta la tierra... El sudor de sangre es un fenómeno patológico que ocurre raramente en casos de terribles crisis morales, acompañadas de agotamiento físico.
En Jesús fue debido a un esfuerzo infinitamente generoso de sacrificio y de amor ¡Padre, cúmplase tu voluntad!
Y se le apareció un ángel del cielo que le confortaba.
Y desde aquella noche, los cristianos sabemos orar en nuestras penas: —¡ Padre, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú!
Del libro"El Drama de Jesús"
AGONÍA
Los tres discípulos caminan a su lado, están cansados, medrosos. Miran al rostro de su querido Maestro pálidamente iluminado en la noche, y advierten en su dulzura unas señales de tristeza infinita, que las consignan en el Evangelio con palabras de creciente ansiedad.
Jesús empezó a entristecerse, a sentir angustia, a llenarse de tedio, a quedar despavorido. Y les dice entonces, como un amigo que quiere desahogarse con su amigo:
—Mi alma está triste hasta la muerte.
Agonía de muerte y contemplación de bienaventuranza. Solo una verdad puede explicar este enigma. Me amó a mí y quiso sufrir por mí. Tomó Jesús mi tristeza para darme su alegría, y por mis pasos y caminos bajó hasta la tristeza de la muerte, para que yo por sus pasos y caminos fuese llevado al gozo de la vida Dijo después a sus discípulos:
—Permaneced aquí y orad conmigo. Orad para que no caigáis en tentación. Y se arrancó de ellos. Aquella separación de sus amigos para internarse en las agonías de una oración desolada era muy dolorosa, era un arrancamiento terrible para el Corazón del Maestro.
Y adelantándose como un tiro de piedra, dobló sus rodillas, postró su faz hasta la tierra e hizo oración diciendo:
—Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Yo quisiera en esta noche del Jueves acercarme a Jesús Nazareno, con respeto infinito, con amor infinito, y sorprenderle tal como está ahí, derribado en el suelo, con la cara pegada en la tierra y clamando a su Padre bajo el peso de su dolor. Yo quisiera poderle preguntar —Señor Jesús, Señor bueno, ¿por qué sufres tanto? Y quisiera oír su respuesta, para llorar amargamente la parte que yo he puesto en su aflicción.
Es hombre, es hombre como nosotros, hombre que respira y se mueve, y sabe que muy pronto su carne será traspasada.
Su sangre regará la tierra, cesarán los latidos de su Corazón... Pero no es ésta la causa principal de su tristeza en el huerto. Su espíritu mira más adelante, y por detrás de lo que tiene que sufrir en las diecisiete horas que le quedan de vida mortal, ve a Judas —¡ uno de los Doce, uno de sus escogidos!— que comete el sacrilegio de entregarlo a los jefes del pueblo judío y se desespera y se ahorca, y más le valiera no haber nacido...; ve a Pedro que jura y perjura que no conoce a Jesús; ve a todos los discípulos vencidos por el respeto humano...
Ve el crimen horrendo de los jefes de Israel, que arrastrarán al pobre pueblo en su apostasía y le harán gritar contra él que tanto los ama: ¡Crucifícale. crucifícale!
¡Y es su pueblo, el pueblo de Dios! Ve todos los pecados de todos los hombres, ve cada pecado de cada hombre, ¡y él sabe qué es pecar contra Dios, él sabe qué es irse al infierno...! Y ve él mismo, Jesús Nazareno, a Judas y a ese blasfemo y a ese deshonesto y a ese ladrón y a ese mal padre y a ese bebedor y a ese rencoroso; a esos redimidos por él con tanto dolor y tanta sangre, a esos que algún día fueron niños inocentes, a esos mismos, tendrá que decir en una hora terrible: ¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno...! ¡Qué insufrible el dolor de Jesús!.
Sabe que se ha de cumplir toda justicia: y baja la cabeza y añade: —No se haga mi voluntad, sino la tuya.
También ante el alma de Jesús se presentan en esta hora todas las lágrimas de los arrepentidos, los tormentos de los mártires, las victorias de las vírgenes, las penitencias de los Santos, la paciencia de las víctimas, el dolor de las viudas y los huérfanos, la pobreza del que no tiene pan para sus hijos...
Y su madre, su madre dolorosísima que le acompañará al Calvario, su madre santa que estará al pie de la Cruz...
Se le presenta todo lo que sufrirán —todo lo que sufriremos— todos y cada uno de los cristianos que creemos en él.
Y su Corazón ama como nadie amó, y sabe muy bien que gran parte de este dolor lo sufriremos por él, por causa de él, porque le amamos, y nos persiguen y nos crucifican por ser suyos... Y si él lloró en Betania ante las lágrimas de dos hermanas por el hermano muerto, ¡qué llanto de infinita compasión en Getsemaní, ante el dolor sin fin de sus hermanos reunidos en este valle de lágrimas...!
—Padre, Padre, Tú lo puedes todo. Si quieres, haz que se aparte de mí este cáliz...
—Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya...
Terminada su primera oración, se levanta Jesús, y como buscando un desahogo, viene a los tres discípulos que había dejado cerca.
¡Ellos estaban dormidos! Las emociones de aquella tarde, la oscuridad, la tristeza les han cargado los ojos. La voz del Maestro — ¡quién oyera dentro de sí el acento de aquella voz! — los llama, dirigiéndose a Pedro, el que prometía nunca abandonarle:
—Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no caigáis en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Y ellos llevaron las manos a sus enturbiados ojos, y miraron a Jesús, y vieron que de nuevo se postraba en tierra y hacía oración como antes: —Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase fu voluntad. Ya no pide que el Padre aparte el cáliz de sus labios, pide que se cumpla la voluntad del Padre.
Y vino otra vez a sus discípulos, y los halló dormidos porque sus ojos estaban cargados, y no sabían qué responderle.
Y dejándolos de nuevo, se marchó y oró por tercera vez, diciendo las mismas palabras. —Padre mío, cúmplase tu voluntad... Momento soberano en el dolor del mundo. Jesús Nazareno, el Hijo del hombre, tiene recogido en su Corazón todo lo que se ha sufrido y se sufre y se sufrirá.
Una palabra emplea el Evangelio para describir el grado de su oración: agonía... Puesto en agonía oraba con vehemencia mayor. —Cúmplase tu voluntad... Y es tan intenso y tan heroico el acto con que su Corazón acepta toda la Pasión cercana y todo el dolor de sus hermanos, que impulsa con fuerza a la sangre por las arterias y la obliga a salir por los poros del cuerpo mezclada con el sudor...
Jesús suda sangre con tal abundancia que su rostro queda cubierto, y sus vestidos se empapan, y caen las gotas hasta la tierra... El sudor de sangre es un fenómeno patológico que ocurre raramente en casos de terribles crisis morales, acompañadas de agotamiento físico.
En Jesús fue debido a un esfuerzo infinitamente generoso de sacrificio y de amor ¡Padre, cúmplase tu voluntad!
Y se le apareció un ángel del cielo que le confortaba.
Y desde aquella noche, los cristianos sabemos orar en nuestras penas: —¡ Padre, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú!
Del libro"El Drama de Jesús"
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