2 DE ENERO VENIDA DE LA VIRGEN DEL PILAR
La tradición de la venida de la Virgen a Zaragoza en carne mortal es el asunto central que da sentido a todo lo que rodea el mundo del Pilar.
Se trata de una piadosa tradición, según la cual, el apóstol Santiago el Mayor se encontraba en Cesaraugusta, a las orillas del río Ebro, junto a un pequeño grupo de conversos que habían escuchado y creído su predicación.
Pero los cesaraugustanos resultaban bastante duros de oído y de corazón, y el apóstol vio flaquear sus fuerzas y comenzaba a preguntarse si tenía sentido seguir predicando el mensaje de Jesús en esta tierra. Cuando su flaqueza, por el desánimo, le hizo perder su entereza, vio a María, la madre de Jesús, en una gloriosa aparición, rodeada de ángeles que, desde Jerusalén (aún no había muerto María), venía para confortarle y renovar sus ánimos.
La Santísima Virgen entregó a Santiago el Pilar, la Columna de jaspe que hoy sostiene su imagen, como símbolo de la fortaleza que debía tener su fe.
Esto sucedía en la madrugada del día dos de enero del año cuarenta del siglo primero.
María conversó con Santiago y le encargó le fuera levantado un templo en ese mismo lugar.
Según la misma tradición, la Columna (Pilar) que la Virgen diera a Santiago permanece en el mismo lugar desde entonces. Posiblemente, este relato no soportara la crítica histórica más elemental, pero creemos que ese no es el camino correcto para acercarse a la comprensión de esta tradición o de otras apariciones marianas.
Es el camino de la piedad del pueblo cristiano, el camino del misterio de lo escondido y lo que es oculto a nuestros ojos, lo que produce en nosotros una apertura a la trascendencia, un intento de aceptar con el corazón lo que ha resistido el paso de los siglos y que nuestra racionalidad no logra alcanzar. Nosotros vivimos unos años, unas décadas en el mejor de los casos, pero tradiciones como ésta perduran durante generaciones y generaciones.
Y con la mínima humildad que a uno le exige la vivencia cristiana, acaba por reconocer que no es quién para negar el legado de sus padres y de sus antepasados, ni tampoco el de su comunidad cristiana. Finalmente, percibiendo el amor y la presencia de María en la propia vida personal y en la vida de la comunidad eclesial aragonesa, uno acaba dirigiendo una respuesta también de amor hacia nuestra Madre, la Madre de Dios, y, lleno de emoción y con lágrimas en los ojos, canta aquella jaculatoria cada día ante su camarín:
Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza.
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