Evangelio según san Juan (1,19-28)
Éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
La respuesta de Juan manifiesta claramente la conciencia de cumplir una misión: preparar la venida del Mesías. Juan contesta a los emisarios: «Yo soy voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor» (Jn 1,23). Ser la voz de Cristo, su altavoz, quien anuncia al Salvador del mundo y quien prepara su venida: ésta es la misión de Juan y, como él, la de todas las personas que se saben y se sienten depositarias del tesoro de la fe.
Nosotros los cristianos nos definimos en función de Cristo, es decir, que nosotros no nos entendemos ni nos comprendemos sin Cristo, que viene siempre a nosotros a comunicarnos vida y salvación.
Estamos llamados a dar testimonio de Cristo, a llevar a los demás a Cristo. Cual heraldos, como otro Juan Bautista, que invitamos a todos a volver al desierto para preparar espiritualmente el camino al Mesías.
El cristiano no debería reclamar atención sobre sí mismo, sino sobre el que está por llegar. En estos días, si has llegado a Belén, habrás comprendido que este Niño-Dios ha traído una misión a la que nos pide ayuda: llevar a todos la alegría de su presencia. Nuestra misión no es otra que, como Juan el Bautista allanar el camino a los hermanos para que encuentren a Cristo.
A nosotros nos toca ser testigo del Evangelio con la propia vida encarnando en nosotros la cultura del cuidado como la mejor manera de vivir el Evangelio en el hoy de nuestra historia.
Todos, llamados por Cristo a la santidad, hemos de ser su voz en medio del mundo. Un mundo que vive, a menudo, de espaldas a Dios, y que no ama al Señor. Es necesario que lo hagamos presente y lo anunciemos con el testimonio de nuestra vida y de nuestra palabra. No hacerlo, sería traicionar nuestra más profunda vocación y misión. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado», comenta el Concilio Vaticano II.
La grandeza de nuestra vocación y de la misión que Dios nos ha encomendado no proviene de méritos propios, sino de Aquel a quién servimos. Así lo expresa Juan Bautista: «No soy digno ni de desatarle la correa de su sandalia» (Jn 1,27). ¡Cuánto confía Dios en las personas!
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