Evangelio según san Marcos (2,1-12)
Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Él les proponía la palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.
Ahí tenemos a un paralítico llevado ante Jesús por cuatro hombres. ¡Cuánto tenemos que agradecer a todos aquellos que con su vida y ejemplo nos llevan a Jesús! A tantos que al contemplar nuestra debilidad no la critican ni murmuran sino que la ponen delante de Jesús.
¡Bendita solidaridad humana!
La camilla de este paralítico me hace pensar en todos los lisiados de amor, en los que han perdido la esperanza, a los recluidos en su soledad, a los que tienen el corazón completamente seco, a todos los postrados en su enfermedad en tantas camas de hospitales, en fin, pienso a este mundo nuestro envejecido, marchito y sin salida.
Jesús se inclina hacia el paralítico y le dice: "¡levántate!" Y esta palabra estalla como una bomba en los oídos de los presentes. Dios ha venido para esto, para levantar, para recuperar, para devolverle al hombre todo lo que el pecado y la enfermedad le quita.
Cuántas veces, más que parecernos a estos cuatro hombres, somos idénticos a los murmuradores letrados, escribas y fariseos, que en vez de aliviar, echan sobre la espalda de los demás cargas imposibles de soportar. Hemos preferido la casuística de las normas al amor del pecador, la seguridad de una buena organización al calor del fervor misionero.
¡Levántate y anda! Ese es el dinamismo de la fe. Dios nos quiere en pie, ¿a quién vas a levantar hoy?
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