Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
El gesto del lavatorio de los pies era el de más baja condición en tiempos de Jesús. El esclavo más bajo de la casa se encargaba de limpiarle los pies a los invitados después de atravesar la ciudad en sandalias, con todas las adherencias del camino en los pies desnudos.
Y Jesús toma para sí ese trabajo.
Si sólo examinamos ese gesto desde la óptica del Jesús histórico, la del Hijo del hombre maestro de humildad entre los suyos, estaremos perdiéndonos lo más grandioso de este momento. Porque no es sólo el hombre verdadero el que toma para sí un encargo tan insignificante e ingrato, sino todo un Dios verdadero que se abaja hasta la altura de las sandalias de sus discípulos
Algún día, a nosotros mismos se nos pondrá por delante la oportunidad de “lavar los pies” en nuestra vida ordinaria, esto es, tomar la opción radical que supone el seguimiento de Cristo a imitación suya
El arrebato de orgullo y cólera de Pedro nos retrata a la perfección.
Estaríamos dispuestos a lavarle los pies al Cristo sufriente, pero es dejarse hacer según la voluntad de Dios donde reside la verdadera humildad del creyente. Aunque implique verse en situaciones en las que tenemos que vencer el apuro o la vergüenza de vernos degradados a recibir auxilio. He ahí el verdadero talón de Aquiles del discipulado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario