Primera estación.
Jesús entregado a muerte.
—¿A quién de los dos queréis que os suelte? A una voz exclama toda la turba: —¡Quita a ése y suéltanos a Barrabás!
Entregarse o replegarse. Darse o buscar el agasajo. Ofrecer nuestras manos o cruzarnos de brazos. Vivir para el otro o sólo para uno mismo. Es en el darse, ofrecer y vivir con miras altas lo que convierte en oro nuestra vida cristiana.
Nadie nos ha asegurado que, vivir en cristiano, sea fácil. Por el contrario; cada día es una oportunidad para morir a nosotros mismos o guardar nuestra vida en una especie de burbuja ajena a lo que acontece alrededor.
Cristo, ayer, hoy y siempre, nos muestra el camino para alcanzar la gloria de Dios: donarnos aún a riesgo de no ser comprendidos, reconocidos o aplaudidos. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
Segunda estación. Jesús con la cruz a cuestas.
Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús, y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota.
Jn 19, 16-17
Arrastramos cruces que pesan y, otras, que aplastan. Existen cruces que agobian y, otras, que nos bloquean. Salen a nuestro encuentro cruces con las que tropezamos y, otras, que por ser tan sorprendentes no les encontramos sentido alguno.
¿Qué es más importante? ¿Agarrarnos a la cruz o hacer preguntas sobre ella? Cristo, camino del Calvario, lo tuvo claro: en el cielo estaba su respuesta (Dios) y en la tierra la razón suprema del por qué arrastrar el pesado madero por el áspero camino (la humanidad).
Lo malo no es dejar de lado una cruz. Lo peor es cuando, esa cruz, no la ofrecemos por nada ni por nadie y echamos más peso sobre ella con nuestro pesimismo o miradas de corto alcance. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
Tercera estación. Cae el Señor en tierra por primera vez.
«Mi alma está triste hasta la muerte… Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y oraba…» (Mt 26,38-39).
¿Quién de los que estamos aquí no hemos caído en promesas incumplidas? Amistades que pensábamos que eran para siempre y que, como la de Judas, de repente sentimos que nos venden por poco o por nada. Fidelidades como las de Pedro que, a la vuelta de la esquina, nos niegan lo más sagrado como es un apego grande, puro y duradero.
¿Qué pensaría Cristo cuando, por la Vía hacia el Gólgota, reconocía a hambrientos que fueron con su pan saciado, con su mano sanados, con su bendición el agua convertida en suculento vino? ¿No dieron ni un solo paso por aquel que yacía por los suelos? Cae Jesús, las veces que sean necesarias, para que entendamos que no es bueno caer en los defectos por sistema.
Que las caídas, más bien, nos enseñan y nos dan grandes lecciones. Sobre todo una: la mano abierta, la mano que se hace ayuda es mano de Dios tendida. Señor pequé. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
Cuarta estación. María sale al encuentro de su Hijo
“Simeón dijo a María; este niño será signo de contradicción para que sean descubiertos los pensamientos de todos; y a ti una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,34-35)
Alguien, con razón, ha llegado a decir que Cristo cubrió la distancia entre el llano y el Calvario por el soplo de su Madre. Y es que, María, lo recibió en gozos angelicales en la Anunciación del Señor. En Belén, en la tranquila oscuridad de una pobre gruta, le dio a luz o lo llevó en sus entrañas por los caminos en ayuda de su prima Isabel.
Hoy las cosas son diferentes; el camino es de calvario y sangre, el vientre de la Virgen se revuelve por el maltrato de Aquel que fue concebido como esperanza de los pueblos y, Belén, se convierte en una arista de Jerusalén desde la cual se ve la ingratitud de un mundo que, dice amar el amor pero lo crucifica o lo ridiculiza repetidas veces bajo la excusa de una mísera libertad de expresión. María salió a defender desde su amor de Madre al Cristo que subía con una cruz.
¿Dónde los cristianos para decir un “basta” cuando la fe es zaherida u objeto de mofa? Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
Quinta estación. Jesús ayudado por el Cirineo
Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, a que le llevase la cruz. Mc 15,21
Dios, en su Encarnación, no necesitó de la ayuda del género humano (tan sólo de la obediencia de una humilde nazarena). Dios, en su nacimiento, tan sólo consintió que Cristo fuera agasajado por pobres, pastores y más tarde anunciado por Reyes en todas las direcciones y continentes.
¿Y ahora? ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no sale al encuentro de Aquel que fue salud de los enfermos, vida para Lázaro, comprensión para la mujer pecadora o respuesta para los deprimidos? Dios, ahora, se deja ayudar por el hombre Y, ese hombre, tiene un nombre: Cirineo. Es aquel que empuja y no mira hacia atrás. Es la persona que no busca recompensa cuando se acude por amor. Cirineo es aquel que, viendo sufrimientos, deja de hablar, deja de lado las explicaciones y pone manos a la obra.
En el mundo, hoy como ayer, faltan Cirineos y sobran agoreros de males ajenos. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
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