11ª Jesús clavado en la Cruz
Jesús clavado en la cruz. Increíble, duro y cruento fue el momento de la crucifixión de Cristo. No existían los calmantes y, aquellos que lo pudieron ser (Judas, Pedro y el resto del discipulado) brillaron por su ausencia.
¡Sólo! ¡Sólo Cristo bebió el dolor de su ser crucificado! Unos, como curiosos, miraban desde lejos. Otros, como traidores, colgaban de un árbol. Otros, como amigos ingratos, lloraban amargamente ante la carcajada de un gallo que –ese sí- fue fiel a su canto madrugador.
Cuánto valoramos la vida cuando, por lo que sea, vemos que alguien cercano a nosotros la pierde. Cuánto relativizamos lo superfluo cuando, de repente, vemos el vértigo de la muerte. Hoy como ayer, Jesús clavado, nos pide una fe inamovible y no variable.
Hoy, Jesús inmovilizado en cuerpo en un madero, nos exige una fe dinámica mientras tengamos oportunidad de dar la cara por Él. No es necesario físicamente dejarnos clavar en una cruz para identificarnos con Cristo. A nuestro alrededor se dan muchas situaciones en las que, por no ser clavados, somos capaces de negar, obviar o poner sordina a nuestra fe cristiana. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
12ª Jesús muere en la Cruz
Pocas personas, excepto las que lo hacen de una forma repentina o por accidente, mueren gritando. Jesús, por el contrario, “Dando un fuerte gritó expiró” (Lc 23,46). No fue rugido de desgarro ni duda. Fue un grito de confianza.
También nosotros, de vez en cuando, es bueno que gritemos desde lo alto de la cruz que nos toca. No es bueno callar ante las desgracias y , mucho menos, ante las situaciones de aparente abandono. No es bueno dejarnos vencer por el silencio cuando, el ambiente que nos rodea, intenta amordazarnos para no escuchar el clamor de los pobres o el rumor de los hijos de Dios.
No es bueno, desde luego que no, morir renegando de Dios. No es bueno, por supuesto, cerrar los ojos desesperanzados. El grito de Cristo en la cruz fue un “confío en ti incluso en este momento de prueba”. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
Qué seguridad da el saber que, mientras uno duerme, alguien vela. El niño, cuando descansa en dulce sueño, lo hace con la certeza, intuición y pálpito de que una madre está a su lado y mece su cuna. ¡María! La de la inquebrantable fe; la que, en cuarta estación miraba con amor de Madre y la que –desplomado el cuerpo de Cristo- brinda sus manos para que se conviertan en patena de heridas, sangre, espinas, clavos, sufrimiento, sudario.
Patena de aquellos labios que predicaron, sonrieron y besaron. También llegará un día nuestra hora en la que, al bajar del madero de la muerte hasta la dura tierra, aguardará esa mujer que en corto nombre –MARÍA- y corazón grande irá recogiendo con nombres y apellidos aquellos que apostamos por Cristo, creímos en Cristo e intentamos hacer un mundo a imagen y sentimientos del corazón de Cristo. ¡María! Señor pequé ten piedad y misericordia de mí.
14ª estación: Jesús es puesto en el sepulcro¿Todo ha terminado? ¡Si pero no! Aparentemente sí pero, Dios, tiene la última palabra. Jesús es puesto en el sepulcro pero no abandonado. El sepulcro es el surco donde cae el trigo que, siendo uno, dio el ciento por uno. Fue alimento para hambrientos, salud para enfermos, respuesta para atribulados, plenitud para soñadores que le aguardaban, mano tendida para los pecadores o compañía para los clavados en mil soledades.
El sepulcro de Cristo representa la esperanza. Es el tiempo que, en el tiempo de Dios, es inapreciable y en el calendario humano puede ser eterno. El sepulcro de Cristo nos llama a la serenidad y a la paciencia: Dios cumple lo que promete. Cristo murió (moriremos) pero Cristo resucitó (y con Él y por Él resucitaremos). Bendito sepulcro que hace madurar y explotar en vida el grano de la Pascua. Señor pequé ten piedad y misericordia de mí
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