Jn 12,20-33
Una de las expresiones más hermosas del Evangelio es este pedido de un grupo de griegos que habían ido adorar a Dios en Jerusalén: “Queremos ver a Jesús”.
"Ha llegado la hora" La hora de Jesús. La hora de poner las cosas en su sitio. La hora de la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
Pero esa hora tiene también un lado terrible, un coste muy alto: la cruz. Jesús tiembla. Me gusta mucho ver a este Jesús humano, retorcido ante la muerte. "A gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía librarlo de la muerte".
El hombre que hay en Él se encrespa, entero, ante el dolor supremo que se le viene encima. "Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora".
Pero esta cruz, aunque no la veamos desde este lado nuestro, tiene otra vertiente gloriosa.
Esta muerte es ya un comienzo de triunfo:"si el grano de trigo no muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto". Ésta es, pues, la hora de Jesús.
Nosotros solo la vemos, por ahora, desde este lado triste y espantoso. Solo la fe en el triunfo de Cristo, la celebración ilusionada de la Pascua, nos ayudará a descubrir, cuando llegue nuestra hora, ese otro lado glorioso de la cruz: el que da la vida. Y se nos encenderá la esperanza.
Así, con la esperanza dentro, nuestro dolor se nos hará más soportable. Al mismo tiempo, este dolor nuestro, al traslucir, al asomarse de mil maneras esa luz que lleva dentro, será una Buena Noticia para todos los demás que sufren. Y levantarán la vista. Y hasta puede que sonrían. "Por eso he venido, para esta hora. Padre, ¡glorifica tu nombre!".
En verdad, no es un deseo solamente de ellos, pero del corazón humano, pues todos queremos ver a Jesús. Es un anhelo intenso que no se acalla prácticamente nunca, ya que algo profundo nos asegura que este encuentro es nuestra alegría y motivación.
En verdad, no es un deseo solamente de ellos, pero del corazón humano, pues todos queremos ver a Jesús. Es un anhelo intenso que no se acalla prácticamente nunca, ya que algo profundo nos asegura que este encuentro es nuestra alegría y motivación.
Debemos “ver a Jesús”, en primer lugar, en nuestra propia alma, ya que Él ahí está, siempre y cuando no le expulsamos. Hay que hacer un poco de silencio interior y, principalmente, ser sincero consigo mismo.
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