AMIGO, ¿A QUE HAS VENIDO?
Por tercera vez se levanta Jesús de la oración y se acerca a sus discípulos. —Dormid ya y reposad —les dice compadecido de ellos. Y él queda en pie, mientras ellos duermen. El los guarda como una madre guarda el sueño de sus hijos pequeños.
El no está solo: «Mi Padre está conmigo.»
Sabe que no tardarán. Los espera, va contento a morir por estos pobres amigos que se le han dormido y por los enemigos que no duermen.
Cada latido de su Corazón amantísimo es una aspiración porque llegue pronto la hora. En el estupor de la noche, se levantan rumores más cercanos cada vez, y unos reflejos de luz rojiza aparecen y desaparecen temblando entre los arbustos que rodean el camino del huerto.
La voz firme del Maestro despierta a los discípulos que le oyen espantados:
—¡Basta! Ha llegado la hora. Levantaos, vamos: ya está ahí el que me va a entregar.
Abren los ojos, se incorporan, se levantan... ¡y se encuentran ante una turba, armada con palos, espadas, antorchas!..., ¡y al frente de todos ellos venía Judas! ¿Qué es esto?
Los Apóstoles no se lo pueden explicar. Pero Jesús sabe que el traidor, entregado a Satanás, decidido a ganar cuanto antes las miserables monedas, había salido del Cenáculo y se había presentado los príncipes del Sanedrín y les había prometido entregarles esta misma noche al aborrecido Nazareno con tal de que le diesen gente armada.
Pusieron a su disposición un buen pelotón de legionarios romanos y además unos cuantos de los servidores del Templo, los guardianes, los alguaciles, los porteros y barrenderos, convertidos en guerreros de ocasión.
Judas les había dicho: Aquel a quien yo besare, ése es, sujetadlo y llevadlo bien asegurado. Y se acercó luego a Jesús, y le dijo:
—Dios te guarde, Maestro. Y le besó. ¡Qué escalofríos sentirían ante este beso los ángeles del cielo, capaces de medir el escarnio sacrílego que aquella boca traidora infería en aquel rostro divino!
Y Jesús se deja besar. Y todavía quiere moverle al arrepentimiento.
Y del buen tesoro de su Corazón saca la palabra buena: —Amigo, ¿a qué has venido? Amigo, no porque lo eres, sino porque lo has sido, y porque en cuanto de mí depende, lo puedes seguir siendo en adelante.
Amigo, no porque tú quieras serlo, sino porque yo quiero que lo seas para tu bien.
Amigo, que vienes a perderme mientras yo voy a salvarte.
Amigo, ¿a qué vienes? Le llama con su nombre propio, como le llamaría cuando iban caminando por la dulce Galilea, y le pone delante la monstruosidad de su crimen:
—Judas; ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?... Tampoco ahora el desgraciado Iscariote se echó a los pies de quien hubiera llorado con él.
Temeroso tal vez de sus condiscípulos, se escabulló por el huerto. Ni un solo hombre de aquella chusma armada daba un paso para prender al Señor. Entonces,
Jesús, les dice: —¿A quién buscáis?
Le contestaron: —A Jesús el Nazareno
. Les dice Jesús: —Yo soy. Estaba también con ellos Judas el traidor.
Les preguntó otra vez: —¿A quién buscáis? Ellos dijeron: —A Jesús el Nazareno. Jesús contestó: —Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.
Los Apóstoles, animados al ver la omnipotencia de su Maestro, le dijeron: —Señor, ¿heriremos con la espada? Simón Pedro no aguardo la respuesta. Impetuoso y vehemente como era, creyendo llegada la hora en que debía probar la fidelidad tan confiadamente jurada a su Maestro,
extendió su mano, desenvaina su espada, y dando un golpe a un siervo del Príncipe de los sacerdotes, le cortó la oreja derecha. Malco se llamaba este siervo.
Entonces Jesús le dijo: —Mete tu espada en la vaina: porque todo el que hiere con espada, a espada morirá. ¿Acaso piensas que no puedo rogar a mi Padre, y me mandará al punto más de doce legiones de ángeles?
Pero ¿el cáliz que me ha dado mi Padre no lo voy a beber?
Y acercose al herido, le tocó la oreja y se la dejó sana.
Bueno siempre, y siempre omnipotente, además de su gran caridad en curar a uno de sus enemigos, mostró su discreta prudencia. Porque de no haber cohibido públicamente a Pedro, y de no haber sanado a Marco, pudieran algunos después haberle acusado de esta agresión. Y Jesús quiere quitarles todo pretexto de acusación. ¡Ha de morir en absoluta inocencia, proclamada varias veces por el mismo juez que lo condenará a morir!
En aquella hora dijo Jesús a los que habían venido contra él, príncipes de los sacerdotes, magistrados del Templo y ancianos: —Como a un ladrón habéis venido con espadas y palos a prenderme. Cada día estaba con vosotros enseñando en el Templo, y no me prendisteis. Pero ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas.
Entonces la patrulla y el tribuno y los guardias de los judíos apresaron a Jesús, lo ataron, y le llevaron a casa del Príncipe de los Sacerdotes.
Todos sus discípulos, abandonándole, huyeron.
Comentario El Drama de Jesús.
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