Lectura del santo Evangelio según san Juan (6, 52-59)
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
El que coma de este pan vivirá para siempre
Concluye el discurso del pan de Vida que hemos venido escuchando esta semana con una abierta reivindicación del alimento eucarístico por parte de Jesús: «Mi carne es verdadera carne y mi sangre es verdadera bebida». El mensaje escandaliza a los judíos, a los que no les cabe en la cabeza que alguien se pueda dar en alimento a los demás.
Este es el misterio puente entre el cielo y la tierra… Y es que Dios vio nuestra imposibilidad de llegar a Él si Él mismo no se acercaba a nuestra humanidad, pobre por el pecado, que ha desfigurado su imagen en cada uno de nosotros: “tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo, en una carne pecadora como la nuestra”, ¡pero perfecta, porque en Él es imposible que haya pecado!... “Tomó su Cuerpo y nos dijo: “tomad y comed”… “tomó su Sangre y nos dijo: “tomad y bebed”… Y desde entonces, por la acogida en la fe y en el amor, nos hacemos como Él, dioses: “seréis como dioses”…
Ante una promesa tan fantástica de Jesús al inventar el modo de permanecer siempre con nosotros, los judíos se ponen a discutir. ¿Cómo puede ser esto?
San Agustín les diría: “Dame un corazón que ame y entenderán lo que digo”. Lo lógico, lo razonable, es objeto de la razón, pero el amor no tiene lógica. Por eso dirá Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no comprende”. Si Dios se hubiera guiado por la lógica de la razón no tendríamos ni Encarnación, ni Redención, ni Eucaristía. Afortunadamente para nosotros Dios se ha guiado siempre por la lógica del amor.
NOSOTROS
Una de las características del amor es que “el amor no se va, el amor se queda”. Se fue al cielo y se quedó con nosotros a través de la Eucaristía. Y se quedó de la manera que mejor pudiera demostrarnos todo lo que nos quería.
Existe el amor de padres, de hermanos, de amigos, de esposos. Pero con ninguno de estos amores se puede llegar a una intimidad tan grande como con el alimento. Al recibir a Cristo en la Eucaristía, ese alimento no lo hacemos sustancia nuestra, pero sí nosotros nos unimos sustancialmente con Dios. Cada uno de nosotros puede decir con San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20).
¿Tenemos nosotros este deseo fuerte de alimentarnos de la Eucaristía, quitando rápidamente “el pecado que nos ata”, (¡aunque sea el más leve!), para ya en amistad y diálogo con Jesús, poder entrar en comunión con Él?.
Quizas nosotros, estamos tan acostumbrado a la tan cuestionada misa que estamos muy lejos de la verdad que encierran nuestras eucaristías. Nos quedamos en la corteza: el cura, los cantos, las “sosporíferas” homilías, las lecturas proclamadas, tantas veces incomprensibles.... convirtiendo así la misa en un rito que nada tiene que ver con la vida donde a veces nos preocupa más la estética, que todo quede bonito, a una ética que ilumine y comprometa más nuestra vida con los demás.
Para nosotros ya no existe el escándalo, hemos metido la "misa", en el cajón de las cosas que no son tan importantes para la vida de fe, de hecho la inmensa mayoría de los cristianos prescinden de la misa en sus vidas.
Hemos des-encarnado la eucaristía cuando debería ser todo un escándalo público, pues cada vez que celebramos la eucaristía Dios toma sobre sí la vida del mundo, deja su casa para morar en la nuestra, ofrece su cuerpo y su sangre para fortalecer el nuestro.
Señor, dame hoy especialmente tu gracia para poder comprender un poquito este misterio de amor que es la Eucaristía. Y digo misterio porque lo que menos podíamos imaginar nosotros los humanos es que Tú pudieras tener esta idea tan grande, tan generosa, tan enorme de poder estar siempre con nosotros a pesar de tu ida al Padre. Es un misterio de amor. Y el misterio se acepta y no se discute. ¡Gracias, Señor!
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