El autor del tercer Evangelio, “Lucas,
El médico” (Colosenses 4, 14), era un sirio nacido en Antioquía, de familia pagana
Tuvo la suerte de convertirse a la fe de Jesucristo y encontrarse con San Pablo, cuyo fiel compañero y discípulo fue por muchos años, compartiendo con él hasta la prisión en Roma.
Según su propio testimonio (1, 3) Lucas se informó “de todo exactamente, desde su primer origen” y escribió para dejar grabada la tradición oral (1, 4). No cabe duda de que una de sus principales fuentes, de información fue el mismo Pablo, y es muy probable que recibiera informes también de la santísima Madre de Jesús, especialmente sobre la infancia del Señor, que Lucas es el único en referirnos con cierto detalle.
Por sus noticias sobre el Niño y su Madre, se le llamó el Evangelista de la Virgen. De ahí que la leyenda le atribuya el haber pintado el primer retrato de María. Lucas es llamado también el Evangelista de la misericordia, por ser el único que nos trae las parábolas del Hijo Pródigo, de la Dracma Perdida, del Buen Samaritano, etc.
Este tercer Evangelio fue escrito en Roma a fines de la primera cautividad de San Pablo, o sea entre los años 62 y 63. Sus destinatarios son los cristianos de las iglesias fundadas por el Apóstol de los Gentiles, así como Mateo se dedicó más especialmente a mostrar a los judíos el cumplimiento de las profecías realizadas en Cristo. Por eso el Evangelio de San Lucas contiene un relato de la vida de Jesús que podemos considerar el más completo de todos y hecho a propósito para nosotros los cristianos de la gentilidad.
Cuando Teófilo terminó de leer el evangelio que Lucas le había dedicado pudo sentirse plenamente satisfecho. Había cumplido su promesa de ampliar considerablemente los datos sobre Jesús que él conocía por el evangelio de Marcos. Era el mismo Jesús, de eso no cabía duda, pero era una imagen distinta.
Los relatos de la infancia de Juan Bautista y de Jesús, las parábolas tan hermosas sobre el buen samaritano, el padre con dos hijos, el rico y Lázaro, el fariseo y el publicano, bastaban para justificar el esfuerzo de Lucas y la ayuda económica que él le había prestado.
Ahora esperaba con ansia la segunda parte. Porque le había dicho que esta era solo la primera, que empezaba en Jerusalén, pero expondría la actividad de Jesús desde Galilea a Jerusalén. La segunda se centraría en lo ocurrido después de su resurrección y ascensión, cuando la buena noticia se propagase desde Jerusalén hasta el confín del mundo. Pero Teófilo, a pesar de su entusiasmo, habría deseado comentar con Lucas muchos pasajes que le resultaban misteriosos o en los que podría profundizar.
No sabemos si lo consiguió. Después de veinte siglos, no creo que muchos católicos hayan leído, como Teófilo, el evangelio de Lucas de principio a fin. Nos han enseñado a pasar de un evangelio a otro, del capítulo 3 al 12, a saltarnos lo que no entendemos fácilmente.
La liturgia dominical no contribuye a solucionar este problema. Al contrario, lo refuerza, mezclando el evangelio de Lucas con el de Juan, alterando el orden de los pasajes, omitiendo algunos fundamentales. Es algo inevitable si se quieren dedicar cuatro semanas al Adviento, cinco a la Cuaresma y siete al tiempo de Pascua.
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