En aquel tiempo, estaba Jesús echando un demonio que era mudo. Sucedió que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron: «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios». Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. El, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y se cae casa sobre casa.
El Evangelio de hoy nos aparece el Señor sanando a un hombre poseído, y a cambio recibe una acusación, nos deja claro que para Ntro. Señor no hay posturas intermedias, o somos de los suyos, o no. El Señor nos llama a vivir con radicalidad su seguimiento, el seguimiento a medias tintas o cuando me conviene, no es seguimiento, no se trata de ser buenas personas, conocer y seguir al Señor implica mucho más que ser buenos, nuestro corazón esta llamado a parecerse al corazón de Dios, nos falta mucho para amar como Él nos ama.
Concluye el Evangelio de hoy con una máxima: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”.
O estamos con el Señor o contra él, me viene a la memoria la meditación de los ejercicios ignacianos, la meditación de las dos banderas, estamos bajo la bandera del Señor o nuestra bandera es el mundo, el demonio o la carne.
Nos configuramos con el Señor o nuestro espíritu es mundano, A veces, vivimos como si Dios no existiera, no nos diferenciamos en nada o casi de nada de los que no conocen a Dios, tenemos un actuar pagano, nuestras aspiraciones, preocupaciones, anhelos son los del mundo.
Estamos muy mundanizados, estamos llamados a dejarnos transformar y convertir por el Señor. “O estamos en el camino del amor, o estamos en el camino de la hipocresía.
O te dejas amar por la misericordia de Dios, o haces lo que quieres, según tu corazón, que se va endureciendo, cada vez más, por ese camino. ‘El que no está conmigo, está contra mí’: no hay un tercer camino de compromiso. O eres santo, o te vas por el otro camino. ‘
El drama que hoy contemplamos es uno de los peores: la increencia. En el fondo, el gran problema de los fariseos es que no quieren creer en el Dios de Jesús. Si Jesús hubiera curado a enfermos y posesos sin reivindicar por su parte su relación con Dios, la habrían aplaudido, pues un curandero siempre viene bien. Si hubiera hecho un milagro más para "darle una señal del cielo", le habrían llevado a hombros.
Pero Cristo nunca quiso entrar en ese juego, solo quiso ser Hijo del Padre, y exigió para él una fe sin más pruebas que la confianza. Pidió a la fidelidad dar el paso definitivo. Un paso sin desviación posible, pues "¡quien no está conmigo, está contra mí!". La fe interesada, caprichosa, obstinada, rutinaria de los fariseos le impiden ver la novedad de Dios ¡es tan fácil acomodarse a este tipo de fe! Al final caemos en la tentación de ser "ateos creyentes", practicamos, decimos que creemos, pero en el fondo, no confiamos realmente en Dios. La fe es solo eso: pura confianza. ¿Quién cree así?
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