Lectura del santo Evangelio según San Lucas 3, 15-16. 21-22
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
Con el Bautismo del Señor finaliza el tiempo de la Navidad. Esta fiesta se enmarca dentro de la serie de las manifestaciones (epifanía) del Señor. El 6 de enero se manifestaba Jesús como rey a los Magos de Oriente y hoy es el mismo Padre Dios el que lo presenta como su Hijo, legitimando así la misión que viene a desempeñar su enviado.
La Navidad termina hoy con la fiesta del Bautismo del Señor.
Termina viendo a Jesús ponerse a la fila de los pecadores para recibir el bautismo de Juan por el agua del Jordan. Entra en la fila de los necesitados, del pueblo llano, de los que tienen que esperar su turno en todas “las ventanillas” del mundo, de los que nadan pueden exigir. Entra en la fila de los pobres. Viene a salvar, sí. Pero no con una salvación importada, postiza; sino desde dentro.
Lucas nos destaca las líneas fundamentales de la vida de Jesús: unión en oración con el Padre, unión con los hombres que aceptan la conversión, presencia del Espíritu como comunicación de la fuerza salvadora de Dios.
“Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco”.
Hoy es un gran día para renovar nuestro bautismo y darle muchas gracias al Señor por el gran regalo que nos ha hecho, introduciéndonos en su familia, la de los hijos de Dios.
Siempre me ha impresionado en esta festividad contemplar a Nuestro Señor haciendo cola entre los pecadores, pasando como uno de tantos, él que no cometió pecado, todo un Dios entremezclado con los que nada cuenta, con los marginados, sin querer privilegios, estando en la fila con paciencia, sabiendo esperar su turno, me impresiona este Dios que rompe todos los esquemas de este mundo, no quiere privilegios, no busca honores, le da igual que lo confundan, pasando como uno de tantos, mezclado entre los pecadores.
Hoy celebramos la fiesta del Bautismo del Señor y con ella, la Iglesia, pone fin al tiempo de Navidad. El bautismo marca un antes y un después en la vida de toda persona y también en la de Jesús. Y, como ocurre en cualquiera de nuestras familias, su bautismo es anunciado; pero no por su familia, sino por un precursor excepcional: Juan, el Bautista, que no se cansa de gritar en el “desierto” y proclamaba: «detrás de mi viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la corre de sus sandalias». A todos nos cuesta “agacharnos”, pero en la sociedad judía, era una práctica muy habitual entre los “siervos”; ellos tenían que descalzar a sus “señores” cuando llegaban de la calle. Juan se sabía tan pequeño ante Jesús, que no se sentía digno de desatarle ni la correa de su sandalia. Pero, además, nos cuenta algo novedoso, no conocido por los judíos hasta aquel momento. Y además, no entendible. Juan les dice: «Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo». ¿Cómo puede ser eso? Seguro que esta pregunta rondaban por la mente de quien lo escuchaba, como rondaría por la nuestra. Sólo conocían el bautismo de Juan y ese era con agua, un bautismo de conversión. Sin embargo, “el que vendrá”, nos bautizará «con Espíritu Santo» y el Espíritu es fuego que abrasa, que purifica. Por tanto, mientras que el bautismo de Juan es de conversión, el de Jesús es de purificación; no sólo se trata de que el hombre reconozca sus miserias, se arrepienta, sino que lo deja limpio, lo devuelve al estado original, como Dios lo creó en un principio. Otra pregunta que se harían los judíos sería: ¿de quién habla, a quién se refiere Juan, quién es ese que nos bautizará con Espíritu Santo? El evangelista nos lo cuenta: Jesús, el de Nazaret de Galilea que llegó «por aquellos días y fue bautizado por Juan en el Jordán». Muchos eran bautizados por Juan pero no con todos sucedía aquello que vieron en el cielo cuando salió Jesús del agua. Se rasgaron los cielos y el Espíritu bajó, hacia Él, en forma de paloma, mientras «se oyó una voz desde los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”». Aquello fue una imagen insólita, nunca vista por los judíos que estaban alrededor de Juan, por los ya bautizados, y por aquellos que esperaban su momento para ser bautizados. Dios, en su Trinidad se hace presente. Es la Teofanía, la manifestación de Dios a todos los presentes. Una “segunda Epifanía”. Jesús, se manifestó en el pesebre como Hombre, como Rey de reyes. Ahora, se manifiesta como Dios. En Él lo humano y lo divino están unidos.
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