Con la oración, Dios, hace que se haga más grande nuestro deseo de anhelar y buscar lo que pretendemos.
Metidos de lleno en este tiempo veraniego, puede que el evangelio de este día – la madre que pide insistentemente a Jesús- no nos sugiera nada o muy poco.
Pero, la oración (insistente y persistente) es como la brisa a orilla del mar: sin darnos cuenta, sin percatarnos el sol hace de las suyas y broncea nuestro rostro.
Cada domingo, o la misa diaria, la Palabra de Dios va operando en lo más hondo de nuestras entrañas.
Puede que, en más de una ocasión, nuestra presencia obedezca más a una obligación que a una necesidad, a un mandamiento más que a un encuentro añorado y apetecido semanalmente. El interior de cada uno, como la tierra misma, se va haciendo más fructífero y más rico, cuando se trabaja. ¡Ya quisiéramos la fe de la mujer cananea! Sabía que, Jesús, podía colmar con creces sus expectativas. Era consciente que, detrás de una oración confiada y continuada, se encontraba la clave de la solución a sus problemas. La grandeza de esta mujer no fue su oportuno encuentro con Jesús.
La suerte de esta mujer es que su fe era nítida, inquebrantable, confiada, transparente, lúcida y sencilla. No se dejó vencer ni por el cansancio ni, mucho menos, por el recelo de los discípulos.
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