Evangelio según san Lucas (24,13-35)
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?» Ellos se detuvieron preocupados.
Al atardecer del primer día de la semana, dos hombres van por el camino y caminaban destrozados sin comprender lo que le había ocurrido a Jesús. Se quedaron en el Viernes Santo.
De pronto, un peregrino de la Pascua se une a ellos.
El desconocido les habla, cita las Escrituras, ilumina la vida y la muerte del Crucificado: la esperanza no puede decepcionar, la vida renace de las cenizas, el grano debe morir para dar fruto.
Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”.
Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio.
Es el pan roto compartido, la hogaza de la amistad, está ahí, ante ellos, el signo del Amigo. Son los gestos de la última cena, los gestos que la joven Iglesia repetía ya en memoria del Maestro.
Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”
Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
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