SER PRECAVIDOS Y PREVENIDOS
¿Sirve de algo tener un buen automóvil si el depósito de combustible está vacío? ¿Merece la pena poseer una gran casa si, en su interior, no se respira felicidad? ¿Para qué la apariencia si, por dentro, estamos rotos o malhumorados, tristes o apesadumbrados por el ritmo atropellado que llevamos en el día a día?
¿Necios o sensatos? ¿Previsores o descuidados? ¿Sensatos o imprudentes en nuestra esperanza en Dios? El cristiano de hoy, además de encontrarse acosado por el relativismo, el camino fácil o las noches oscuras (que de vez en cuando invaden la lucidez de la fe) se encuentra enfrentado a otro problema añadido: el sueño espiritual.
-Cristianos que, dormidos en los laureles, se preocupan poco o nada en la formación de su fe.
¿Cómo es tu fe?
¿Sabes decir algo de ella, de sus postulados, de las grandes verdades que profesas?
La somnolencia afecta a un buen número de creyentes: se conforman, nos satisfacemos con tener las lámparas bajo mínimos…y, cuando esas lámparas, las tenemos que contrastar a las razones que nos dan los poderosos del mundo, a menudo, tambalean y pueden llegar a apagarse.
-Cristianos que, dormidos en el pasado, creen que la lámpara de la fe sólo puede mantenerse encendida con historias del ayer. Son los que, más que sueño, tienen añoranza. Y, la añoranza, no es buena para la Nueva Evangelización de la que tanto y tan bien nos habla el Papa Benedicto XVI.
Del pasado hemos sacado muchas lecciones pero, ahora, nos toca estar despiertos para dar cara al futuro. ¿Cómo? Testimonio explícito e implícito del católico en la sociedad. Proponiendo lo elemental y esencial de nuestra fe cristiana.
-Cristianos que, contagiados por el sueño de los demás, han dejado de alimentar la lámpara de su fe con la oración, la escucha de la Palabra, el amor a la Iglesia o la presencia real, afectiva, efectiva y comprometida en la Eucaristía. Han dejado morir (como dice la segunda lectura de este domingo) la esperanza.
¿Resultado? Una vida sin referencia a Dios, sin el aceite del Señor, es difícil que sea cristiana. Posiblemente se desplomará en el puro humanismo; caerá en un recuerdo vago y simple de Aquel al que, un buen día, dijimos conocer, amar o creer.
¡Cuánto tarda el Señor en venir! Desde los albores del cristianismo, la comunidad creyente, no hacemos sino exclamar mirando al cielo: ¡VEN, SEÑOR, JESUS! ¡ANHELAMOS TU VENIDA! ¡NO TARDES!
¿Necesita el mundo el retorno definitivo de Jesús? ¿No nos estará concediendo una tregua, una prolongación del tiempo de juego para que, los necios, puedan encender sus lámparas y para que, los más sensatos, las reaviven con el fuego de la verdad, de la justicia, el amor o el perdón? Es fácil creer en momentos intensos. En aquellos instantes donde, como Santo Tomás, vemos a Jesús tan cerca que nos parece estar tocándolo con nuestro dedo, el Bautismo de un hijo, la Ordenación Sacerdotal, las Jornadas Mundiales de la Juventud, la muerte de un ser querido que nos ha dejado profunda huella, unos ejercicios espirituales…
Pero, luego, viene la hora de la verdad: perseverar.
3.- Como humanos somos más proclives a llegar y besar que, pacientemente, saber esperar. ¿Añoramos a Cristo con todo nuestro corazón? ¿Qué lámparas se encuentran apagadas o encendidas en nuestras manos? -¿La esperanza o la desilusión? -¿El testimonio o la pereza? -¿La humildad o la vehemencia? -¿El sueño o la vigilancia?
Aprender un idioma cuesta años y, aguardar a que el Señor venga, nos exige –por lo menos- fe, paciencia y sabiduría. Demos tiempo al Señor. No permitamos que, los vientos del postmodernismo (que nos tiene acostumbrados a los frutos inmediatos) asfixie algo que tanto en el mundo necesitamos y que es un bien escaso: la esperanza.
SEÑOR
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