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sábado, 9 de marzo de 2024

COMPASION SEÑOR

 Oh Dios, ten compasión de este pecador .

santo evangelio según san Lucas 18, 9-14 En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:


En el evangelio, Jesús retoma esta tradición sapiencial. Él cuenta una parábola para corregir a aquellos que se sentían muy satisfechos de sí mismos, considerándose justos ante Dios y despreciaban a los demás.

 La parábola contrapone a un fariseo, figura que en la época estaba muy bien vista, las mejores personas en aquella sociedad solían ser fariseos, y un publicano, un recaudador de impuestos que esquilmaba al pueblo en favor de los romanos. 

En cambio, Jesús dice que fue el publicado el que volvió a su casa justificado, mientras que Dios no escuchó la oración del fariseo.

 ¿Qué sucedió? Que el fariseo de la parábola era un orgulloso y un arrogante, cuya frágil autoestima se basaba en despreciar a los otros. Se creía bueno criticando a los demás. 

El publicano, por contra, se revelaba como un hombre humilde, que reconocía estar lejos de Dios, y suplicaba su perdón incondicional. No tuvo vergüenza de sentir vergüenza. 

Este publicano se parece a la pecadora que unge los pies de Jesús (Lc 7,36-50), al hijo pródigo (15,11-32), a Zaqueo con quien comparte profesión (19,1-10) y al buen ladrón (23,39-43). 

Todos ellos se arrepienten de su maldad y reciben con sorpresa y alegría la misericordia divina. La parábola también es pregunta abierta para ti: ¿qué tienes de publicano y qué de fariseo?


Jesús no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Quiere ayudarlo a regresar a la gracia y a la comunión con Dios y sus hermanos los hombres. Al final de la parábola, sin embargo, hay uno justificado y otro no. Dios desea ardientemente envolvernos en su misericordia y restaurar aquello que hemos perdido por culpa del pecado. Sólo basta con decir como el publicano:”Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”, para que el Señor nos tienda la mano y comience a guiarnos en nuestro caminar.


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