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lunes, 5 de febrero de 2024

LE TOCABAN Y SE CURABAN

   santo Evangelio según san Marcos (6, 53-56) 

 Terminada la travesía, llegaron a Genesaret y atracaron. Apenas desembarcados, lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas.




La fama de Jesús le precede. Lo esperan los enfermos para que los cure. 

Los enfermos, de cualquier dolencia, tienen un punto en común cualesquiera que sea el mal que los tiene postrados: experimentan su debilidad humana, los límites de su propia salud, necesitados de curación, de liberación de esos achaques que sufren. 

Ello explica esa visión que nos describe el evangelista de todos los enfermos en camillas colocados en fila en la plaza pública para que pudieran tocar siquiera la orla del manto. Pero no es sólo la salud material del cuerpo, sino la espiritual del alma la que está necesitada de liberación, de curación por parte de Jesús. 

Pero mirad como cura Jesús en esta ocasión: no dice nada, ni una palabra, ni un gesto, como si curase su sola presencia, como si la paz que irradia sanara los tormentos de los hombres. Jesús no hace otra cosa que "dejarse tocar", dejarse alcanzar, son los hombres los que se las ingenian para tocarle "siquiera la orla de su manto".



Muchos de los retiros espirituales de todo tipo que tienen lugar en nuestras parroquias o los centros de espiritualidad se parecen mucho a esa escena del Evangelio de hoy: enfermos del espíritu tumbados en mitad de la plaza rodeados de hermanos también necesitados de que Jesús pase por sus vidas y los cure. Y quedan curados.

Este pasaje puede ayudarnos a meditar cómo estamos recibiendo a Nuestro Señor en la Sagrada Comunión. ¿Comulgamos con la fe de que este contacto con Cristo puede obrar milagros en nuestras vidas?

 Más que un simple tocar «la orla de su manto», nosotros recibimos realmente el Cuerpo de Cristo en nuestros cuerpos. Más que una simple curación de nuestras enfermedades físicas, la Comunión sana nuestras almas y les garantiza la participación en la propia vida de Dios. 

San Ignacio de Antioquía, así, consideraba a la Eucaristía como «la medicina de la inmortalidad y el antídoto para prevenirnos de la muerte, de modo que produce lo que eternamente nosotros debemos vivir en Jesucristo».


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