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viernes, 6 de mayo de 2022

JESÚS PUESTO EN LA CRUZ

  PADRE, PERDÓNALES 

Pronto terminará el último acto de la tragedia divina. Llega el cortejo al Calvario, pequeño montecillo a las afueras de Jerusalén. Se echan los patíbulos en el suelo. 

El rostro de Jesús esta húmedo de frío sudor. 

 Los golpes de los maderos al caer, los gritos de la gente, los mandatos del Centurión parecen martillearle las sienes.



 El sol, que tanto le agradaba, imagen del Padre, justo aun con los injustos, ahora le deslumbra y le quema los párpados. Siente por todo su cuerpo una languidez, un temblor, un deseo de descanso al que toda su alma se resiste —¿no ha prometido padecer hasta lo último, cuanto sea necesario?—, y al mismo tiempo le parece amar con más desgarradora ternura a los que deja, incluso a los que trabajaron por su muerte.

 En esto, unas mujeres de Jerusalén, que solían hacer esta gracia a los reos, se adelantan y le ofrecen una bebida con el fin de aletargar los sentidos y aliviar los dolores de la cruz. 



Jesús toma el vaso y lo gusta un poquito, para mostrar su gratitud; pero no lo quiere beber. Padece y muere con todo su conocimiento y reflexión. Sería indigno del Hijo de Dios tomar bebidas que adormezcan los sentidos.

 Le mandan que se desnude, y él obedece. Dolor imponderable para una naturaleza tan idealmente pura como aquélla. 

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: —No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca. 

Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.» Esto hicieron los soldados. 

Le mandan que se tienda en el patíbulo, pues desde que han suprimido el sedil, los crucifican echados en tierra, y él obedece. 




Le cogen la mano derecha, y él no la retira, y extiende también la izquierda. 

Las manos que curaron a los leprosos y acariciaron los cabellos de los niños están ahora bajo la punta de un clavo largo de ancha cabeza. Un verdugo fuerte lo sostiene con la izquierda, mientras enarbola un pesado martillo con la derecha. Da un golpe y la carne queda atravesada; luego otro y otro. El clavo va desapareciendo en la mano y en la madera. Y Jesús sabe  que su madre, que ha subido al monte con el discípulo Juan y otras piadosas mujeres, está oyendo aquellos martillazos... 

Con el mismo rito escalofriante le clavan la mano izquierda.




 Después, mediante cuerdas y escaleras, sujetan el patíbulo, con el cuerpo pendiente, a la parte alta del mástil, y clavan los pies en la parte baja. Es dolor atrocísimo, un dolor de tendones y nervios que se rompen, que se encogen, que se agarrotan. La muchedumbre calla con la esperanza de oír los alaridos de los ajusticiados... 

Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecho y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban meneando la cabeza y diciendo:

 —Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. 




Lo mismo los sumos sacerdotes con los letrados y los notables se burlaban diciendo: —A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y le creeremos. 

Ha confiado en Dios: que Dios lo libre ahora si tanto lo quiere, ya que ha dicho que es Hijo de Dios. Incluso los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban, diciendo:

 —¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros. 

Todo lo oye Jesús Nazareno, y sus ojos se levantan y del fondo de su alma inocente, como canto de victoria sobre la carne dolorida, brotan las palabras que jamás olvidaremos: 

—¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen! 

Ninguna plegaria más divina que ésta se elevó a los cielos desde que hay hombres y oran. Pide perdón para los que le matan; y los excusa: No saben lo que hacen. Saben que matan a un inocente; no saben que este inocente es Dios. Y aunque no lo saben por culpa propia, por ceguera voluntaria, Jesús ruega por ellos, cumpliendo lo que enseñó: —Haced bien a los que os hacen mal. 

Ha sido la primera palabra de Jesús agonizante. Pronunciará otras seis, marcadas todas con una elevación y una dulzura infinitas. Estas siete palabras terminan la vida mortal de Jesús, como las ocho bienaventuranzas la habían comenzado con la revelación de una grandeza que no es de la tierra. 




Las siete palabras son la traducción sangrienta de las ocho bienaventuranzas. Jesús había comenzado por enseñarlas al mundo; muere practicándolas. Para levantar nuestras almas hasta esa altura, sube él primero. Pone sus labios en este cáliz de dolor y de amor; apura su amargo encanto hasta las heces. Tras él vendrán los enloquecidos con la misma divina locura, los Santos, que le dirán: ¡O padecer o morir! ¡Morir, no; padecer! 



 HOY MISMO 

Uno de los ladrones, cuando oye las santas palabras del Nazareno: ¡Padre, perdónales!, se calla de pronto. Aquella oración nunca oída le recuerda la edad en que era inocente y también él rezaba a Dios. Piensa luego en toda su vida de pecados, la compara con la santidad del Nazareno, y se siente acusador de sí mismo y defensor de Jesús. 

Vuélvese hacia su compañero que sigue blasfemando, y le dice: 

 —¿Ni siquiera temes tú a Dios, cuando estás para morir? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos. En cambio, éste no ha faltado en nada. 




A través de la confesión de su culpa ha llegado a la certidumbre de la inocencia del misterioso perdonador que tiene a su lado. «Nosotros hemos cometido crímenes dignos de castigo, pero éste es justo y le condenan igual que a nosotros: ¿por que le insultas? ¿No temes que Dios te castigue por haber humillado a un inocente?». 

Y recuerda lo que había oído contar de Jesús, pocas cosas, y para él poco claras. Pero sabe que ha hablado de un Reino de paz que él mismo presidirá, y que ha prometido venir al mundo como Rey al fin de los tiempos.



 Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase cierta comunidad entre la sangre que brota de sus manos criminales y la de aquellas manos del inocente, pronuncia una oración, cuya traducción exacta es la siguiente:

 —Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas con tu majestad real. 

Hemos sufrido juntos, ¿no reconocerás al que estaba a tu lado en la cruz, al único que te ha defendido cuando todos te ofendían? Los judíos te matan, yo confieso tu inocencia; ellos esperan verte enterrado y olvidado, yo digo que ahora empiezas a reinar y que algún día volverás a este mundo como Rey triunfante; ellos te odian como a un malhechor, yo sólo te pido que te acuerdes de mí, porque sé que eres bueno. Jesús, acuérdate de mí en el día de tu gloria, aunque aún esté lejos aquel día, aunque tarde años y siglos en llegar. Yo estaré en la última fila, pues soy un malhechor justamente condenado a muerte, tú vendrás sobre las nubes del cielo, pero... estamos agonizando muy juntos. ¡Acuérdate de mí en aquel día! Esto me basta. 

¡Qué sublime la oración del primer arrepentido que muere pronunciando el nombre de Jesús! 



Su fe es impresionante, ve un sentenciado a la cruz, y cree: «Tú eres el Rey de los siglos.» Su esperanza es colosal: le pide un recuerdo, dispuesto a esperar contestación miles de años. 

Pero Jesús no se hace esperar. Y su respuesta no es solo instantánea, sino superabundante. No un recuerdo... ¡el Paraíso! No para dentro de miles de años.. ¡hoy mismo! Se lo dice volviendo hacia él la cabeza torturada a impulsos del amor que redime. 

—Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

 Estas palabras nos ofrecen un nuevo autorretrato del Corazón de Jesucristo. No ofrece bienes de la tierra. ¿De que serviría al buen ladrón ser bajado de la cruz para andar durante algunos otros años por los caminos del mundo? 



Le promete la vida eterna, la felicidad verdadera, para empezar a gozarla ahora y con él.

  Aquel ladrón había robado. Había quitado a los ricos parte de su riqueza, tal vez robó también a los pobres. Pero Jesús ha tenido siempre por los pecadores, enfermos de una enfermedad más atroz que la del cuerpo, una compasión que no ha querido esconder. ¿No vino para buscar la oveja perdida? Un solo instante de verdadera contrición basta para que él perdone y abrace. El ruego del ladrón queda inmediatamente escuchado. 

Es el último convertido por Jesús en tiempo de su vida mortal. La Iglesia, fundada en aquella promesa de Cristo, lo ha recibido entre sus Santos con el nombre de Dimas. Gran motivo de esperanza para los pecadores, en cuyos oídos no dejan de resonar las palabras de Jesús:

 —¡Padre, perdónales...! 



— Pero también gran motivo de temor. Junto a Dimas estaba el mal ladrón. Los dos vieron lo mismo, los dos sufrieron lo mismo. Y ¡uno muere arrepentido, otro muere blasfemado! El misterio infinitamente respetable de la libertad del hombre en la gracia de Dios. 

Fuente: El Drama de Jesús. j.l. Martinez S J

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