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miércoles, 27 de abril de 2022

JESÚS ATADO Y AZOTADO

  ATADO Y AZOTADO 



Entonces tomó Pilato a Jesús, y le hizo azotar. El Evangelio no dice más. No necesitaban mas pormenores los primeros cristianos, porque bien sabían que el tormento de los azotes era horriblemente doloroso y vergonzoso. 

 Doloroso, por los brazos que azotaban y por los instrumentos empleados. Eran éstos el flagrum y el flagelum. 



El flagrum consistía en dos ramales de cuero con dobles bolas de hierro en ambas puntas. El efecto que producía sobre las espaldas del condenado aparece descrito en los autores romanos con palabras que significan aplastar, machacar, contundir. destrozar. 

El flagelum —diminutivo de flagrum— era de nervios de buey entrelazados y armados a lo largo con huesecillos o ruedecitas de metal. Su efecto sobre las carnes era cortar, abrir. desgarrar. Vergonzoso, por imponerse únicamente a los vencidos y a los esclavos (no a los ciudadanos romanos), después de haberles desnudado de todo el cuerpo o a lo menos de la cintura para arriba.



 

Tormento de tanta vergüenza y dolor, que Cicerón lo llamó la mitad de la muerte, y de hecho morían a veces bajo el horrible flagelo. Los que escapaban con vida quedaban rotos, enrojecidos, magullados, lanzando aullidos espantosos y palpitando en convulsiones de agonía. No sólo a las espaldas, sino a los brazos, pecho, piernas y todos los miembros del azotado llegaban las horribles uñas del látigo, movido por lictores sin piedad. Casos hubo en que saltaron los ojos y los dientes, y quedaron al descubierto las venas y las entrañas. 

Tormento de tanta vergüenza y dolor, que el mismo Jesús, paciente y sufrido hasta lo último, cuando anunciaba la Pasión a sus amigos, no lo podía callar: 

—Me azotarán, me azotarán... 



Y a ese tormento condena Pilato a Jesús, después de haber proclamado su inocencia, nada mas que por salir del paso. El piensa que cuando le vean triturado por los golpes, se darán por satisfechos y le dejaran marchar a su casa. Por eso da orden de que le atormenten hasta que llegue a inspirar compasión.

 No necesitaban más los verdugos. Toman los azotes, los prueban, los agitan en el aire, se remangan, aprestan cuerdas y aguardan de pie junto a la columna.



 Es un sótano circular, al cual se desciende desde el patio del Pretorio por una escalerilla de piedra. Jesús empieza a bajar  conducido por dos legionarios del ejército de Roma.

 Mira hacia abajo; ve el suelo con manchones de sangre seca y pisoteada, restos de otras víctimas que pasaron por allí; ve la columna baja de piedra con una argolla de hierro; ve los dos atormentadores, que le miran impasibles, mostrándole su flagrum en la mano derecha. 

Cómo siente en su Corazón Jesús Nazareno aquella palabra del salmo antiguo: «Yo estoy preparado para los azotes; mi dolor está siempre ante mis ojos.» A cada escalón que baja, va diciendo; 



—Padre mío, estoy preparado... Llega. Le quitan las cuerdas de las muñecas, le mandan desnudarse, y Jesús obedece. 

Amarran otra vez sus manos juntas, pasan los cordeles por la argolla, dan un tirón, y queda el Hijo de Dios encorvado hacia adelante, como una res bajo el cuchillo. Las látigos describen rápidos círculos en el aire con silbidos de amenaza. 

A la señal del jefe de los lictores, se lanzan con espantosa violencia sobre la espalda desnuda, y suena el primer golpe. Jesús ha sentido vivísimo dolor. Todo su bendito cuerpo se estremece; mas persevera firme, y levanta al cielo sus ojos que se cubren de lágrimas. 



Rasgase en seguida el aire y vuelven a caer restallantes y crueles sobre la espalda las correas armadas de hierro. La piel se enrojece, se rompe. Movidos por feroz porfía, cada uno de los verdugos se esfuerza por recorrer la espalda, el pecho, las piernas con el terrible instrumento. 

Parece que el suelo retiembla y que el espacio se atruena con el chasquido de los azotes, mientras el cuerpo de Jesús ofrece a los ojos lastimero espectáculo y su sangre enrojece los látigos, la columna, la tierra y hasta las manos de los sayones... ¡Sangre de Cristo! 

Bajo la fiera granizada, el cuerpo se ha inclinado más sobre la columna, aunque todavía se mantiene de pie; los brazos tiemblan, el Corazón late apresurado, los ojos miran arriba... ¡Padre mío, cúmplase tu voluntad...! ¡Cuánto cuesta a Jesús la reconciliación de los hombre con su Padre! Mandaba una ley judía que los que cometiesen cierta clase de pecados contra la pureza fuesen castigados con este suplicio horroroso.



 El Hijo de la Virgen, purísimo, santísimo, se ha puesto en nuestro lugar. ¡Cuántos y qué horrendos son los pecados de la carne: cuánto queda todavía que sufrir a Jesús! Terminada la flagelación, sueltan las cuerdas, y Jesús cae en tierra sobre su sangre. Extiende las manos para tomar la túnica, y ellos no se la dan.

 Cuando se ha vestido, le obligan a subir, le arrastran hasta un poyo que hay en el atrio, llaman a los demás soldados, y allí se disponen a divertirse con el azotado, mientras llegan las órdenes del Presidente. 

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