La Iglesia Católica, ya desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado.
Esto y las honras fúnebres que siempre les ha tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas.
Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres.
Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea, Nicodemo y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro.
En las actas del martirio de San Pancracio se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos”; y el cuerpo de Santa Cecilia apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas.
Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los difuntos, también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos.
Esto se ve claro especialmente en la veneración que desde la época de los primeros cristianos se profesó hacia los sepulcros: se esparcían flores sobre ellos y se hacían libaciones de perfumes sobre las tumbas de los seres queridos.
Las catacumbas
En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones,los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra.
Y así comenzaron las catacumbas.
Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe.
Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia.
Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.
Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución.
Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen.
Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo V, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.
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