VIRGEN DE LA PAZ
Alcobendas
El origen de esta devoción se remonta al siglo VII.
El 18 de diciembre del año 645, pasada la medianoche, terminado el IX Concilio de Toledo, su arzobispo Ildefonso (luego declarado santo), ferviente devoto de la Virgen María, en compañía de algunos colaboradores, se dirigió a la Catedral para cantar los maitines, oraciones que se realizaban hacia las 3 de la noche. Al entrar, se produjo en el altar un resplandor fuerte e irresistible a los ojos corporales.
Los acompañantes del arzobispo huyeron asustados, pero él avanzó resueltamente y vio a la Santísima Virgen, que había descendido del cielo y estaba sentada en su cátedra episcopal.
La Madre de Dios habló con dulces palabras a su fiel servidor y promotor de la fe en su inmaculada concepción, le entregó una casulla, que se conserva allí, y después desapareció.
Por este particular beneficio, a su muerte ocurrida el 23 de enero de 667, la Iglesia de Toledo decretó que el 24 de enero se celebrase solemnemente en todo el arzobispado, el memorable descenso de la Virgen María a la Iglesia Catedral.
Sin embargo, el nombre y la advocación de Nuestra Señora de la Paz le es dado a fines del siglo XI, a raíz de un singular acontecimiento histórico.
En efecto, en el año 1085, Alfonso VI, llamado el Bravo, rey de Asturias y León (España), reconquistó la ciudad de Toledo tomada por los moros (musulmanes).
Una de las condiciones estipuladas en el Tratado de Paz, fue que el Templo principal de la ciudad quedase para los moriscos -moros que permanecieron en España después de la Reconquista- como mezquita-lugar de culto y oración de los moros-.
El rey Alfonso firmó el Tratado y enseguida se ausentó de Toledo, dejando a su esposa, la reina Constanza, como gobernadora de la plaza.
Pero los cristianos consideraron cosa indigna que, si nuevamente eran dueños de la ciudad, no lo fuesen de la Iglesia Metropolitana consagrada a la Santísima Virgen.
En consecuencia, fueron a presentar sus quejas ante el arzobispo Rodrigo y ante la reina Constanza, quienes compartieron su horror de que la Catedral sirviese para los cultos a Mahoma (máximo profeta de los musulmanes) y apoyaron sus peticiones.
Alentados por aquella tácita autorización, los cristianos trataron de apoderarse de la Catedral con gente armada, sin tener en cuenta el compromiso del rey ni el peligro a que se exponían en aquella ciudad donde era mayor el número de infieles.
Los moros, ante el ataque, tomaron las armas y, juzgando que el rey quebrantaba el Tratado, se lanzaron contra los cristianos para vengar la injuria.
El combate se entabló frente a la Catedral y no cesó hasta que la reina y el arzobispo se presentaron en el campo de batalla para aclarar que el ataque se había lanzado sin saberlo el rey.
Enseguida, los moros enviaron embajadores al rey para denunciar el atentado, y Alfonso volvió rápidamente a Toledo, con el firme propósito de hacer un escarmiento a la reina, el arzobispo y los cristianos por haber quebrantado su real palabra.
Cuando los cristianos de la ciudad tuvieron noticia del enojo del rey, salieron a su encuentro en procesión, encabezada por el arzobispo, la reina y su hija única. Pero ni las súplicas de aquellos personajes, ni los ruegos del pueblo para que los perdonase, atento al motivo que los animó al ataque y que no era otro que el de tributar culto al verdadero Dios en la gran iglesia de Toledo, consiguieron que el monarca accediese a faltar a su honor y a la palabra que había empeñado.
Don Alfonso anunció a los solicitantes que la Catedral quedaría en poder de los infieles, como lo había prometido.
Pero en ese momento se produjo un acontecimiento extraordinario, que todos tomaron como una señal de que Dios había escuchado sus plegarias.
Los moros consideraron el peligro a que se exponían si mantenían el culto a Mahoma en la Iglesia principal de aquella ciudad cristiana y enviaron al encuentro del rey una comitiva de sus jefes.
Los embajadores salieron de Toledo y, postrados ante Don Alfonso, le suplica-ron que perdonase a los cristianos y prometieron devolverle la Catedral
Grande fue el regocijo del rey y el de su pueblo, que vieron en aquella solución inesperada una obra de la Divina Providencia.
El monarca ordenó, con el beneplácito del arzobispo y de todos los fieles que, al día siguiente, justo un 24 de enero, se tomase posesión de la Catedral y se hiciesen festividades especiales en honor de la Virgen María de la Iglesia Metropolitana, a la que, por haber restablecido la paz en la fecha de su fiesta, se la veneraría en adelante con el nombre de Nuestra Señora de la Paz.
Y desde aquel 24 de enero de 1085 hasta hoy, se realizan en Toledo magníficas celebraciones y espléndidas procesiones en su honor.
Marmolejo
De Toledo se extendió su devoción a toda España y otras ciudades de Europa.
Desde el siglo XII en el templo de San Nicolás en Bruselas (Bélgica), se venera una imagen de la “Reina de la Paz”.
En el templo de las religiosas del Sagrado Corazón de Picpus en París, se venera otra imagen con mismo título y maravillosa historia, originariamente pertenencia de la familia de los Príncipes de Joyeuse.
El Papa Sixto IV (1471-1484) hizo erigir en el centro de Roma un templo a “Santa María de la Paz”, cumpliendo el voto por la paz entre los estados de la península.
En América, todas las naciones evangelizadas por España, profesaron una veneración especial a Nuestra Señora de la Paz, que tiene un santuario en cada una de las grandes ciudades latinoamericanas y es la patrona principal de El Salvador.
En el siglo XVII, también en Francia, se estableció esta fiesta para ser celebrada el 9 de julio, con motivo del cese de la “Guerra de los treinta años”.
El Papa Benedicto XV (1914-1922), víctima de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), favoreció esta devoción y el 5 de mayo de 1917, prescribió para toda la Iglesia incluir en las Letanías del Rosario la invocación “Reina de la Paz”.
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